Por décadas, el país ha permanecido en una indiferencia en diferentes ámbitos de nuestra sociedad que puede rayar en el pecado de omisión, por el poco compromiso que implicamos en la realidad, la falta de formación que nos exigimos y que procuramos a las nuevas generaciones y la escasez de nuevos vientos por temas que no sólo impliquen temas litúrgicos o dogmáticos, sino que aterricen y encarnen el Evangelio en medio de nuestro mundo.
México ha defendido a través de muchos años ser un estado laico, con lo cual se manifiesta como un estado que no se compromete específicamente con ningún credo religioso, pero que tampoco se opone al ejercicio de la profesión de una fe concreta por parte de sus ciudadanos; es decir, México no se ve a sí mismo como un país antirreligioso, sino que por la democracia y libertad que defiende, da oportunidad a sus ciudadanos de elegir sus creencias religiosas, y con ello, permite la defensa del ejercicio de manifestar dichas creencias.
Por otro lado, la Iglesia defiende el significado del laico como aquél bautizado, que al formar parte del pueblo de Dios y no pertenecer al clero, posee un potencial de transformación del mundo que le compete en el ejercicio de sus labores cotidianas. Es por ello que tal como lo han manifestado diferentes sacerdotes, me sumo a la invitación al pueblo de Dios a que cada día nos interesemos más por el rumbo que toma nuestro país, las decisiones de nuestros gobiernos, el verdadero estudio de las ciencias de fe, pero también de un ejercicio de ellas en la vida cotidiana en familia.
Nuestro mundo requiere hoy por hoy de un pueblo sacerdotal, que por la capacidad que le da su bautismo, pueda ir al encuentro con Dios; pero que a su vez, sea capaz de invitar desde su modo de vida a aquellos a quienes aún no reciben el mensaje. No es momento de entrar en conflictos o de palabras rimbombantes, tal como Pablo con el pueblo de Corinto, requerimos de la sabiduría de Dios que se manifiesta en la verdadera humildad de gestos entre hermanos (Cfr. 1Cor 2, 1-5). Es tiempo de implicarnos en la vida diaria, sin huidas o excusas; es tiempo de forjar nuestra fe desde un verdadero compromiso por transformar nuestro entorno en aquello que Dios nos ha revelado.
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